Cruces rosas

Advertencia: este texto incluye contenido de carácter sensible.

Nací en la Ciudad de México en la década de las muertas de Juárez. Comienza: sábado 23 de enero de 1993, el cuerpo de Alma es localizado. Tenía 13 años y señales de tortura. La violaron y la estrangularon. Vestía un suéter blanco con figuras. Su tío, de 28 años, fue detenido por el asesinato; dijo que cuando la encontró ya estaba muerta y tiró su cuerpo sin sentir “nada”. Alma no fue la primera. Definitivamente no fue la última; de 1993 a 2004 asesinaron a 382 mujeres en Ciudad Juárez. Mientras yo aprendía a hablar, a caminar, a jugar, asesinaron a 382 mujeres. Mientras yo exploraba el mundo, bailaba, reía y gritaba y lloraba y corría, libre, asesinaron a 382 mujeres por ser eso, mujeres.

Mientras mis padres disfrutaban mi infancia y la de mi hermana, los familiares de esas 382 mujeres las rastreaban con desesperación. Allá afuera hay madres que llevan buscando a sus hijas más años de los que yo he existido.

Olvidar es un privilegio al que, en este país, las mujeres no podemos acceder. Recuerdo la angustia con que mi madre apretaba mi mano cuando estábamos en la calle; yo quería zafarme y descubrir lo que el mundo me ofrecía. Y mi madre, enojada, me jalaba hacia ella. Creía que su ira iba dirigida a mí, entonces con más fuerza intentaba escabullirme; ahora entiendo que lo que sentía mi madre era horror, no enojo. La sombra de las muertas de Juárez se alargó hasta llegar a mi casa de la infancia, al norte de la capital.

Fotografía por: Wikimedia Commons

¿Cómo te enfrentas a la crianza de dos niñas en uno de los países más peligrosos para ser mujer? Cuando tenía cerca de 10 años, después de la plática sobre la sexualidad, llegó una charla más importante. Estaba sola con mis padres; los sentía tensos, pero pensé que, como siempre, estaban enojados por algo que había hecho. Serios, me pidieron que me sentara; ese día me explicaron, por primera vez, qué era una violación. No recuerdo las palabras exactas. Sí recuerdo la enseñanza: debo estar siempre a la defensiva. Por mi corta edad y experiencia no fui capaz, claro, de dimensionar lo que me dijeron; sin embargo, lo poco que entendí fue suficiente para que la semilla del miedo echara su raíz.

Poco después de aquella horrible tarde mi cuerpo comenzó a “desarrollarse” (o al menos muchas personas a mi alrededor lo nombraron así). “Ya pronto te convertirás en una mujercita”, me decían algunos familiares. ¡El terror!, ¡la sentencia de muerte! Vicente Fox, además de la presidencia, dejó a 6, 000 mujeres asesinadas. Empezaba el sexenio de Felipe Calderón. Los recuerdos de la guerra contra el narco van entretejidos con los de mi entrada a la pubertad. La violencia se disparó y, con ella, más mujeres se esfumaban: de acuerdo con el Observatorio Ciudadano Nacional de Feminicidio, en México, de 2006 a 2011 desaparecieron 1, 885 mujeres, y tan sólo de junio de 2006 a junio de 2007 asesinaron a 1, 088. El territorio en que se libran las guerras es nuestro cuerpo.

Una pesadilla me asediaba: iba en patines por la calle de mi casa y veía de reojo a dos hombres; sentía cómo mi sangre se escondía en mis pies y pensaba “que no te vean asustada”. Patinaba más rápido, pero los esfuerzos siempre eran en vano. Uno de ellos me jalaba del brazo y me llevaba a la pared. Sentía su aliento en mi cara, en mi cuello. Me azotaba ese miedo que te deja los músculos blandos; lo único que podía hacer era llorar y rogarle que no me hiciera nada. Ahí me despertaba la taquicardia. Una suerte de incomodidad me acompañaba los días que soñaba eso. Nunca le conté a nadie. Asumí que era un miedo que se sentía en silencio.

Fotografía por: Wikimedia Commons

Entre más “desarrollado” mi cuerpo, más atención recibía de los hombres, especialmente de los adultos. Poco a poco, y como todas, fui creando estrategias para desviar aquél desagradable interés. En tercero de secundaria unos compañeros de un grado abajo avisaron a la dirección que la manera en que un profesor trataba a algunas alumnas era… distinta. Me sacaron de clase; sola y asustada en su oficina, el director me preguntó si “Algo me había sucedido”. De nuevo la sangre se escondió. Sí hubo instancias en las que me sentí incómoda con el profesor, y recuerdo que hacía comentarios bastante fuera de lugar. No logré contestar. El director me miró fijamente a los ojos y dijo: “Estas son acusaciones graves; podrían arruinarle la vida”. ¿Mi tren de pensamiento? No le puedo arruinar la vida a alguien por cosas sin importancia, que suceden todo el tiempo. Y juré que de ninguna manera el comportamiento del profesor había sido inapropiado. Y de todos modos me sentí culpable, porque yo no estaba muy convencida de haber dicho la verdad. En aquellos tiempos, 2011, se impulsó la tipificación del delito de feminicidio en el Código Penal Federal, después de que en 2009 la Corte Interamericana de Derechos humanos (CIDH) encontrara culpable al Estado Mexicano por violencia y discriminación en contra de la mujer.

Entré a preparatoria el mismo año que Peña Nieto asumió la presidencia. Que lo vengan a ver, que lo vengan a ver: ese no es presidente, es asesino, macho, burgués. En el primer año de su mandato asesinaron a 3, 892 mujeres; sólo 613 casos, el 15.75%, se investigaron como feminicidio. La primera vez (según recuerdo) que me dijeron “puta” fue justamente en la prepa. A los quince años. Curioso adjetivo-maldición-insulto que nos sigue a todas, toda la vida. Recuerdo especialmente escuchar a muchas personas exclamar “¡A mí no me vas a tratar como a una puta!”. Y, pues, claro: en nuestro pedazo de tierra a las “putas” les va particularmente mal. Según la Coalición contra el Tráfico de Mujeres y Niñas en América Latina (CATWLAC), de las 500 mil mujeres y niñas explotadas en México en 2019, el 75% fueron ingresadas a la prostitución desde los 12 años. Para ellas parece haber una suerte de doble castigo: por ser mujeres y por ser trabajadoras sexuales. Si la vida de una mujer no vale en este país, menos las vidas de estas trabajadoras. Si la vida de una mujer no vale nada en México, menos las de mujeres negras, las de mujeres indígenas, las de mujeres migrantes, las de mujeres transexuales, las de mujeres pobres.

Tuve un profesor en quinto de prepa que, en la primera clase y en frente de todos mis compañeros, me pidió que imaginara a mi novio (de ese entonces) desnudo, aceitado y haciendo ejercicio “Como Platón”. Meses después, a media clase, exclamó “Eres un bombón de mujer”. Cuando terminé esa relación (sumamente abusiva) el profesor fue conmigo a corroborarlo, no sin antes abazarme por la cintura. Era bien sabido que a este individuo, y a otros cuantos, le encantaba salir con sus alumnas. ¿A alguien le importaba? Por supuesto que no. Lo que las autoridades de la escuela sí consideraban una total falta de respeto era que las niñas fuéramos con falda porque nuestros pobres compañeros sólo podían, al parecer, enfocarse en nuestras piernas. Así exploré mi cuerpo, mi sexualidad, mi deseo: con la traba de que yo era la única responsable de evitar que un hombre me violara. En 2014 y 2015, mi último año de prepa, sólo 945 de los 3, 092 asesinatos a mujeres se investigaron como feminicidio.

Entré a la universidad. Conocí a mis mejores amigues, a mi familia. Fui feliz. La violencia contra la mujer no cesaba, todo lo contrario. Para este punto me era imposible ignorar el problema, el peligro. Comencé a acercarme al feminismo. En las noticias veía y escuchaba con regularidad “desaparecida”, “encontraron su cuerpo tirado en…”, “asesinada”, “violada”. Ese año salió a la luz que en Veracruz cuatro hombres (todos de familias adineradas y con poder) violaron a una menor de edad; al grupo se le conoce como “Los Porkys”. La lucha por la justicia fue extenuante; en un punto del proceso el juez Anuar González concedió un amparo a uno de ellos por considerar que “no había pruebas suficientes”. Por más que quisiera ya no podía evadir mi realidad: mujer jóven en México, tierra donde florece la impunidad. Entre 2015 y 2017, las denuncias por violación aumentaron un 6.2%: en 2017, cuando iba a la mitad de la carrera, hubo 16, 631 denuncias por delitos sexuales, de las cuales 6, 444 eran por violación. De acuerdo con el Instituto Mexicano de Estadística y Geografía (INEGI), la cifra negra (casos que no se registran o no se denuncian) es de 94.1%. Yo fui parte de esa cifra negra. Tenía 20 años.

No estaba borracha, sino dolorosamente consciente. No fue un extraño, sino mi jefe. No sucedió de noche, sino a plena luz del día. “Tú bien sabes lo que provocas”, dijo. “Se ve que en el sexo a ti te gusta ser dominante”, dijo. “Tú necesitas un verdadero hombre”, dijo. Y supe qué me iba a pasar. Me paró y me puso contra la pared. No forcejé. No dije que no. Apenas y podía respirar. Sentía su aliento en mi cara, en mi cuello. Me azotó ese miedo que te deja los músculos blandos. No pude rogarle que no me hiciera nada. No pude llorar. Me enfrenté a una disyuntiva: o dejas que “pase”, o tus padres te encontrarán tirada en algún terreno baldío. Quieta, callada, dejé que sus manos recorrieran mi cuerpo. De pronto todo había terminado. ¿Mi violador? Como si nada, tranquilo, satisfecho.

Esa noche le conté a mi mejor amigo y no volví a hablar del tema. No me atreví a nombrar lo que me sucedió, principalmente porque no lo entendía. Existir se volvió insoportable. Habitar mi cuerpo era una tortura. Me odiaba por no haber peleado, por no negarme, por elegir seguir viva porque esto ya no se sentía como vida. Algunos meses después fui con mi hermana a la marcha para exigir justicia por el feminicidio de Mara Castilla. En el vagón del metro, rodeada de mujeres vestidas de negro con morado, le pedí que, si me llegaran a hacer algo, quemara todo. Ella no sabía que ya había pasado. Ese día fue la primera vez que sentí enojo y no miedo. No estaba sola.

Fotografía por: Pixabay

A finales de 2017 le conté a mi mejor amiga, a mis padres y a mi hermana. Me preguntaron si quería denunciar. No quise, ni quiero. Ya sabemos cómo las autoridades y la prensa mexicana manejan estos “asuntos”. Era suficiente haber sido violada; no se me antojaba que la “opinión pública” me destrozara y cuestionara todas las decisiones de mi vida, ni que el sistema judicial quisiera culparme a mí. Sobretodo no denuncié porque mi violador es un hombre poderoso y temía por mi seguridad y por la de mis seres querides. Aún temo.

Peña Nieto deja la presidencia y sube al poder Andrés Manuel López Obrador. La promesa de cambio, como siempre, resultó ser sólo una promesa. De acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), de enero a abril de 2019 (los primeros meses del gobierno de AMLO) se registraron 323 feminicidios; el año terminó con 51, 146 denuncias por delitos sexuales. Las mujeres somos tan insignificantes para el gobierno que hace un año, mientras miles marchábamos para exigir justicia, la expareja de Abril Pérez Sagaón la mandó a matar.

Estoy harta de escuchar “en promedio mueren en México tantas mujeres al día”. Yo no quiero ser un número. Las mujeres que han asesinado son más, muchísimo más que una cifra. Son mis amigas, mis maestras, mis conocidas, mis compañeras, mis jefas, mis primas, mi hermana, mi madre, mi abuela, mis tías. Y se repiten hasta el cansancio los datos duros, las reformas, los conceptos, las teorías, los porcentajes. Y nada. La cifra diaria crece, arrolladora, incontenible, y con ella el miedo, la desesperación. Lo peor: nuestro presidente asegura que el 90% de las más de 26, 000 llamadas para reportar violencia contra la mujer, tan sólo en marzo, son falsas. De enero a junio de este año se registraron 489 feminicidios. Durante los mismos meses se abrieron 18, 884 carpetas de investigación por violencia familiar. El delito que más ha aumentado es el de violación equiparada, seguido por la violación simple. El 25% de las 77, 000 personas desaparecidas en nuestro país son mujeres; la mayoría tienen entre 10 y 17 años. Los datos podrían nunca terminar, pero encuentro que no a muches les importa. Para nosotras estos no son números o reportes, son nuestras vidas, nuestras experiencias. Prácticamente todas las mujeres a las que les he contado de mi violación me relatan la suya. Soy la cuarta en mi familia, que sepamos, que ha sido violada. Mis padres nos regalan a mi hermana y a mí gas pimienta, tasers y cualquier otro dispositivo que nos pueda ayudar a pelear. Diario veo un sinfín de publicaciones pidiendo ayuda para encontrar a alguna mujer. Diario leo alguna denuncia. Poco a poco la violencia se infiltró en mi círculo íntimo. Diario salgo a la calle con miedo de encontrarme a mi violador, de que me vuelvan a violar, de no regresar a mi casa.

Si bien yo no puedo (ni quiero, ni pretendo) hablar por todas, sí puedo asegurar que ya estamos muy cansadas. Nuestras vidas giran, en buena medida, alrededor de esta violencia. Estamos cansadas, pero no vamos a parar. Nos están matando, pero no vamos a parar. Nos reprimen, nos silencian, nos olvidan, pero no vamos a parar. México es un narcoestado feminicida, pero no vamos a parar. Nunca voy a parar.

Ni perdón ni olvido.

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