Muerte: del lat. mors, mortis.
- Cesación o término de la vida.
- Separación del cuerpo y el alma.
- Destrucción, aniquilamiento, ruina.
- Figura del esqueleto humano, a menudo provisto de una guadaña, como símbolo de la muerte.
He tenido el privilegio de conocer a la muerte. Digo privilegio porque conocerla no es cosa de todos los días. Es una experiencia extraña, es algo digno de ser contado por parecer mentira.
No me refiero a la figura de lento caminar, la de manos delicadas y esqueléticas. No hablo del ser que carga la hoz de mango largo; me refiero al concepto, la idea, a lo que representa metafóricamente ese ente antropomórfico que marca un destino tan tajante como su intangibilidad. Conozco bien la serie de definiciones con las cuales explicamos muerte, el desfile de nociones que culmina en una sola palabra: fin. El final de su antónimo.
Algunos hemos podido evadir por un rato su inevitable destino y por ello somos afortunados, porque entendemos nuestra propia insignificancia, porque entendemos lo finita y frágil que es nuestra existencia. Sí. También somos un cliché, el que ve la vida y el tiempo que nos queda en ella desde otra perspectiva. Recurrimos a frases ridículas y motivacionales como “Carpe Diem” o “No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”, hemos escrito estantes completos sobre supervivencia física y emocional; somos New York Times Best Sellers por ser desafortunados: es el beneficio del dolor, de la rabia, de la injusticia y la frustración. La vida nos ha regalado una segunda oportunidad y nos pone en una posición donde sólo tiene cabida el cinismo.
Con la muerte nos hemos codeado un par de veces y quizás somos sus bufones, porque aquí seguimos. Ella nos ha dado cachetazos y buenos sustos, y de ahí el lugar común: “Somos más fuertes gracias a ellos”. “Lo que no te mata…”, o para nosotros: “mala hierba nunca muere”. Puede que eso seamos, mala hierba.
La muerte me mandó la misma enfermedad dos veces, en la primera dejé que me abrieran el cráneo y sacaran su mano. La segunda fue un tiroteo y suficiente toxicidad para que ni el Covid me quisiera infectar. Una vez le vimos la cara y su orgullo nos salió muy caro. Y aunque nos codeamos y conocemos, ella no es nuestra amiga.
Somos los que nos reímos de las desgracias del otro porque no nos queda más que recurrir a la comicidad o perdernos en el sufrimiento. Necesitamos entender, buscamos una razón, un porqué, queremos alguien a quien culpar, y Dios no es suficiente. Requerimos una aclaración sobre nuestra situación y no la vamos a encontrar, porque no existe. Sabemos que morir es la única condición de la vida porque aunque nos pensemos inmortales, hemos aprendido empíricamente que la muerte no discrimina.
Al igual que todo lo desconocido, la muerte nos provoca miedo. La ignorancia es el mayor de los miedos, el temor a lo que no conocemos; cabe destacar que eso podría ser mejor, pero no lo sabemos. Somos una raza que rechaza lo diferente, que le teme a lo que no comprende y por ende vivimos temerosos corriendo contrarreloj. Si bien le tememos a la muerte, también la celebramos. Cada año con velas, disfraces y flores le hacemos fiesta no a la figura tétrica, sino a la Catrina, inmortalizada en el mural de Diego Rivera, con su elegantísimo sombrero. El 2 de noviembre se lo dedicamos a ella y nuestros muertos.
“Velas para que encuentre el camino, papel picado, flores de cempasúchil, un vasito de tequila, un mole… sal para la vida, agua porque su viaje es largo y trae sed”. Estas palabras resuenan en cada hogar, cada noviembre, como respuesta a una de las tradiciones más antiguas y bellas de México: el Día de Muertos, una celebración que se remonta a los orígenes prehispánicos de nuestra tierra, llenándola de colores, sabores, arte y costumbres para cada año celebrar y recibir por una noche a nuestros difuntos.
Debido a su larga historia y a la magnitud de su origen, el Día de Muertos fue declarado desde el 2013 “Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad” por la Unesco, razón por la cual ha intentado ser representada miles de veces en el arte, las películas e incluso en la música a nivel mundial. Desde el recorrido del icónico Macario, La muerte de Artemio Cruz, hasta el paso de un agente secreto como el 007 por esta celebración, no hay país que no reconozca la tradición mexicana de los muertos y la figura femenina que encarna a la muerte como una de las mayores expresiones patrimoniales más vivas en la actualidad.
La muerte, la vida, los colores y la tradición se unieron bajo la premisa de los símbolos mexicanos para darle nombre a aquella figura que no sólo representaría a todo un país, sino a una cosmovisión: la catrina, una mujer blanca, de elegante figura y ropas europeas que llegó a hipnotizar al mundo con su mirada; sobre todo por el mensaje que traería a la Tierra desde su nacimiento con el bautizo del muralista, Diego Rivera. Sin embargo, su creación se debe al famoso caricaturista José Guadalupe Posada, quien la dibujó por primera vez en la época porfiriana con la intención de criticar a la clase media y privilegiada del país, al mismo tiempo que buscaba honrar a la diosa Mictecacíhuatl ―Dama de la muerte― mexica de la cual proviene esta celebración. En la actualidad ella es la bandera de una tradición que recorre cada rincón de nuestro país. Desde las luces de vela que cubren el panteón de San Andrés Mixquic, los campos cubiertos de cempasúchil con la devoción de la Huasteca Hidalguense en Xantolo, hasta “la puerta al cielo” en Janitzio. Cada primero y dos de noviembre México se tiñe de los colores de la vida para celebrar la muerte.